Los señores del tiempo by Eva García Sáenz

Los señores del tiempo by Eva García Sáenz

autor:Eva García Sáenz [Sáenz, Eva García]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2018-09-30T16:00:00+00:00


27

LA SACRISTÍA

DIAGO VELA

Invierno, año de Christo de 1192

Encontré a Gunnarr por la calle de las Tenderías, vio mi semblante y buscamos resguardarnos de la fiesta en el huerto de Pero Vicia, el albardero.

—¿Qué sucede, Diago? ¿Qué precisas?

—Tus brazos y dos mazas.

—Vamos a la ferrería, pues.

Nos encaminamos en silencio hacia la fragua, esquivábamos vecinos, harina y ceniza. Miré varias veces a mi espalda, sentía que una sombra nos seguía, pero no distinguí a nadie. Solo cintas de colores, capirotes y rostros pintados de negro y de rojo.

Cuando volvimos a la parroquia encontramos la puerta abierta, pero nadie salió a recibirnos. Era extraño, el párroco no había vuelto. Entramos en la sacristía y Gunnarr se tapó la nariz.

—Estás en lo cierto, me temo —murmuró.

Y sin ganas de hablar, ambos comenzamos a golpear con las mazas la pared de la sacristía.

Un buen rato después, el mortero que unía las piedras empezó a ceder y el agujero que abrimos se fue haciendo mayor hasta que estimamos que uno de los dos podía pasar.

—¿Quieres que entre yo? —preguntó Gunnarr mientras se tapaba la nariz con el antebrazo desnudo.

—Tráeme una vela del candelabro —le pedí.

Pero en ese momento Nagorno apareció en la sacristía con Onneca.

—¿Es cierto, Diago? —me gritó ella—. ¿Es cierto lo que me ha contado Vidal?

Su rostro pintado de verde estaba tan emborronado por las lágrimas que me asustó verla así.

—¿Qué os ha contado el párroco?

—¡Que lo obligaste! —gritó y me golpeó en el pecho—. Lo obligaste a dejar de darles comida y bebida.

—¿Me creéis capaz? —contesté horrorizado.

Le arranqué a Gunnarr la candela que traía y entré por el agujero de la tapia.

No quiero recordar lo que vi. La inmundicia, los dos cuerpos, las ratas, las cartas que no llegaron a leer.

Salí de allí tosiendo y con el hedor de la muerte ya pegada a mi piel.

—No entréis, lo que hay dentro no es de este mundo —ordené, pero mi voz estaba lejos de guardar la compostura.

No había nada que Gunnarr o Nagorno no hubieran visto antes, pero le lancé un mudo ruego con la mirada a mi hermano: «No permitas que las vea».

—¡Quiero pasar, quiero verlas! —gritó Onneca.

Nagorno le impidió el paso, ella lo apartó.

Me quitó la vela, sin reparar en mí, como si no me viera y entró en la tumba de sus hermanas.

La oímos sollozar. La escuchamos hablar a quien ya no podía contestar y aquellos lamentos desgarrados todavía los escucho algunas noches.

Tres hombres cabizbajos contemplamos la escena al otro lado de la pared agujereada.

—Sácala, Nagorno —le rogué entre susurros. Querría haberme tapado las orejas, no podía oír su sufrimiento por más tiempo—. Por favor, hermano. Sácala de ahí.

Nagorno se mantuvo inmóvil mirando el agujero y a su esposa, que abrazaba uno de los cuerpos.

—Nagorno…, si no por él, por mí —intervino Gunnarr en voz baja—. Entra ahí y sácala.

—Por ti, Gunnarr. Por lo que nos debemos —accedió por fin.

Y entró con la calma de la Parca, le susurró al oído, le quitó la peluca de lamia y acarició el pelo negro que quedó liberado.



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